Introducción En sociedades donde el éxito, el autocontrol y la apariencia de estabilidad son sinónimo de valor personal, la clase media alta se presenta como un modelo aspiracional. Sin embargo, bajo esta fachada de orden y logro se esconden dinámicas psicológicas y emocionales profundamente complejas. Este ensayo analiza como factores como la rigidez emocional, el perfeccionismo, el conservadurismo religioso y una estructura familiar marcada por exigencias afectivas particulares pueden contribuir a la formación de un estilo de apego evitativo con matices ansiosos. Este tipo de apego, en combinación con las presiones sociales y familiares propias de este estrato, puede derivar en intensos vacíos emocionales y síntomas de ansiedad, a menudo invisibilizados por la necesidad de cumplir con las expectativas externas.
1. Perfeccionismo y rigidez emocional en la clase media
alta La clase media alta, en su intento por ascender o sostenerse dentro
del orden socioeconómico, suele estructurar su dinámica familiar alrededor de
valores como la disciplina, el esfuerzo, la excelencia académica, la buena
conducta y el prestigio social. Si bien estos valores pueden ser motores de
desarrollo, también conllevan un alto grado de exigencia emocional: se espera
que los niños y jóvenes no solo logren, sino que lo hagan con impecabilidad,
sin mostrarse vulnerables, sin equivocarse y sin “hacer quedar mal” a la
familia (Curran & Hill, 2019).
Esta presión genera una emocionalidad contenida: se aprenden
formas de afecto condicionadas por el rendimiento y se reprime la expresión de
malestar. El error se convierte en amenaza, no solo para el individuo, sino
para el honor familiar. En este contexto, las emociones se gestionan desde el
control, no desde la comprensión. El resultado es una subjetividad frágil,
ansiosa, que teme no estar a la altura o ser rechazada si muestra su humanidad
(Bruch, 2001).
2. Estructura familiar y apego evitativo con matices
ansiosos Muchos niños criados en la clase media alta desarrollan un estilo
de apego que mezcla la necesidad profunda de afecto con el temor a depender
emocionalmente. Se trata del apego evitativo con matices ansiosos: evitan
mostrar sus emociones o necesidades afectivas por miedo a ser juzgados o
rechazados, pero al mismo tiempo, viven con una constante sensación de carencia
interna, de no ser “suficientes” (Mikulincer & Shaver, 2016).
Este tipo de apego se desarrolla en contextos donde el amor
está presente, pero es altamente condicionado. Padres y madres que proveen,
cuidan y exigen, pero que también están emocionalmente distantes, autoritarios
o excesivamente centrados en el rendimiento. Esto genera en el niño una lógica
interna de hiperautoexigencia: “para ser amado debo rendir, debo callar, debo
no molestar”.
En el largo plazo, este patrón dificulta la construcción de
relaciones íntimas saludables. Las personas aprenden a mostrarse funcionales,
exitosas y emocionalmente autosuficientes, pero sienten un profundo vacío
afectivo que no logran nombrar ni compartir, porque hacerlo implicaría romper
con la imagen de fortaleza que se espera de ellas (Fonagy et al., 2002).
3. Religión y conservadurismo: entre la guía moral y la
rigidez emocional En muchos hogares de clase media alta, la religión ocupa
un lugar fundamental en la formación de la identidad, los valores y las
aspiraciones personales. En particular, las tradiciones judeocristianas —como
el catolicismo o el protestantismo evangélico— aportan estructuras éticas
claras que orientan a las personas hacia ideales como la responsabilidad, el
autocontrol, la generosidad y la honestidad. Para muchas familias, la religión
representa no solo un refugio espiritual, sino también una brújula moral que
ayuda a mantenerse enfocados en metas trascendentes, evitando conductas
autodestructivas o “pecaminosas” (Pargament, 2002).
Desde esta perspectiva, la fe puede ser un ancla poderosa
para el crecimiento personal. En un mundo saturado de estímulos, relativismo y
gratificación instantánea, el marco religioso puede ofrecer un horizonte de
sentido duradero, fortalecer la disciplina interna y brindar contención ante
las crisis. Muchos jóvenes criados en entornos religiosos conservadores logran
mantener una vida ordenada, con altos estándares éticos, alejados de excesos o
adicciones, gracias a la guía espiritual que han recibido (King & Boyatzis,
2004).
Sin embargo, cuando esta religiosidad se vive desde la
rigidez o el miedo, puede tener efectos psicológicos contraproducentes. El
problema no radica en la religión en sí, sino en ciertas interpretaciones
autoritarias que reducen la fe a un conjunto de mandatos morales absolutos, sin
espacio para la duda, el error o la expresión emocional genuina.
Esta moral dualista favorece una idea de perfección
inalcanzable: ser puro, casto, obediente, generoso, humilde, y estar “libre de
pecado”. Este ideal no se presenta como una aspiración, sino como una exigencia
que se incorpora desde la infancia, especialmente en mujeres, donde se
refuerzan discursos de entrega, abnegación y control del deseo (Gilligan,
1982).
Una espiritualidad madura no es una lista de normas, ni una
obsesión con la pureza, ni una negación del deseo o del conflicto interno. Es,
más bien, una experiencia íntima y dinámica que acompaña al ser humano en sus
luces y sombras, que no lo exige perfecto, sino consciente; no lo juzga por su
fragilidad, sino que lo abraza en ella. Esta forma de vivir la fe no se basa en
el miedo al castigo, sino en la confianza en una presencia amorosa que
entiende, perdona y sostiene (Rohr, 2011).
Frente a la rigidez que censura, la espiritualidad madura
ofrece comprensión y compasión. No obliga a silenciar la tristeza, el enojo o
la duda, sino que invita a dialogar con esas emociones desde la honestidad.
Enseña que sentirse perdido, herido o en crisis no es una traición a la fe,
sino una oportunidad de conexión profunda con lo divino y con uno mismo.
Frente a la culpa paralizante que muchas veces impone la
religiosidad tradicional, una espiritualidad madura no castiga los errores,
sino que los transforma en aprendizaje. Reconoce que el camino espiritual no es
una línea recta hacia la santidad, sino un viaje lleno de tropiezos,
contradicciones y reconciliaciones. En lugar de exigir perfección, promueve
integridad: ser uno mismo, con todo lo que eso implica, ante Dios y ante los
demás.
Y frente al mandato de autosacrificio sin límites, esta
espiritualidad enseña que amar al prójimo no es negarse a uno mismo, sino
incluirse también en ese amor. El cuidado del alma implica también poner
límites, descansar, decir “no”, y reconocer la propia dignidad.
Una espiritualidad así —humana, compasiva, consciente— no
genera vacío emocional, sino sentido; no crea ansiedad por fallar, sino coraje
para seguir. En vez de imponer una forma única de ser, abre espacio para que
cada quien encarne su fe con libertad, sensibilidad y verdad.
4. El vacío emocional y sus consecuencias El vacío
emocional no es simplemente una sensación de tristeza o soledad. Es una
vivencia existencial de desconexión interna: una sensación de estar separado de
uno mismo, de no saber quién se es más allá del rol que se desempeña, de no
encontrar sentido en lo que se hace, aunque externamente todo parezca estar
“bien” (Frankl, 2004).
Este vacío puede llevar a crisis existenciales, conductas
compulsivas (trabajo excesivo, consumo de sustancias, adicciones digitales),
trastornos de ansiedad o incluso cuadros depresivos. En muchos jóvenes de clase
media alta, esto se manifiesta en una desconexión entre lo que sienten y lo que
muestran, entre lo que desean y lo que creen que deben desear. Es aquí donde
aparecen muchas veces las adicciones, no solo a sustancias, sino a la
aprobación externa, al control, a la hiperactividad. El consumo de drogas, en
estos casos, no es simplemente una “mala decisión”, sino un intento desesperado
por anestesiar el malestar psíquico, por romper con la presión, por
experimentar algo que se parezca a la libertad o al placer (Maté, 2009).
Lo paradójico es que estos síntomas suelen ser interpretados
desde fuera como rebeldía, inmadurez o egoísmo, cuando en realidad son signos
de una necesidad emocional profunda que no ha encontrado vías legítimas de
expresión.
Conclusión La clase media alta, con toda su
estructura de estabilidad y éxito, puede ser también el escenario de un
profundo malestar emocional invisibilizado. La rigidez educativa, el
perfeccionismo, la religiosidad moralizante y las dinámicas familiares orientadas
al logro más que a la conexión emocional generan subjetividades que se sienten
insuficientes, ansiosas y vacías. La solución no está en rechazar estos
valores, sino en integrarlos desde una perspectiva más humana, emocional y
espiritual. Educar en el logro, sí, pero también en la vulnerabilidad; formar
en la fe, sí, pero desde la compasión; sostener la disciplina, sí, pero no a
costa de la ternura.
Solo así será posible formar personas que no solo cumplan
con lo que se espera de ellas, sino que puedan encontrarse consigo mismas en
libertad, con sentido y con amor propio.
Referencias
Bruch, H.
(2001). The golden cage: The enigma of anorexia nervosa. Harvard
University Press.
Curran, T.,
& Hill, A. P. (2019). Perfectionism is increasing over time: A
meta-analysis of birth cohort differences from 1989 to 2016. Psychological
Bulletin, 145(4), 410–429. https://doi.org/10.1037/bul0000138
Fonagy, P.,
Gergely, G., Jurist, E. L., & Target, M. (2002). Affect regulation,
mentalization, and the development of the self. Other Press.
Frankl, V. E. (2004). El hombre en busca de sentido.
Herder.
Gilligan,
C. (1982). In a different voice: Psychological theory and women’s
development. Harvard University Press.
King, P.
E., & Boyatzis, C. J. (2004). Exploring adolescent spiritual and religious
development: Current and future theoretical and empirical perspectives. Applied
Developmental Science, 8(1), 2–6.
Maté, G.
(2009). In the realm of hungry ghosts: Close encounters with addiction.
North Atlantic Books.
Mikulincer,
M., & Shaver, P. R. (2016). Attachment in adulthood: Structure,
dynamics, and change (2nd ed.). Guilford Press.
Pargament,
K. I. (2002). The bitter and the sweet: An evaluation of the costs and benefits
of religiousness. Psychological Inquiry, 13(3), 168–181.
Rohr, R.
(2011). Falling upward: A spirituality for the two halves of life. Jossey-Bass.